CONTRASTES, SALVADOR


JCP_0867-Editar

He visto muchas fotos de favelas. Hemos hablado de favelas en clase, en casa y hasta en el bar. He conocido gente que ha vivido en favelas, conozco gente que trabaja en favelas. Sin embrago, des de la ventana del autobús, entrando en la ciudad bahiana de Salvador por la autopista, todas esas favelas apelotonadas unas encima de las otras, todos esos quilos y quilos de tocho juntados con las manos oscuras de sus habitantes, inundan mi conciencia y la sobrecargan de rabia e indignación.

Husmeando por el barrio de Brotas, poniendo atención a cada paso, observo la calle que piso y cada calle que ésta atraviesa. Y de repente a mi derecha nace una escalera de abrupta pendiente que transmite aires humildes y lúgubres a la vez. Presintiendo riesgo en la acción, decido descender algunos escalones para comprobar que aquí, entre edificios y comercios de clase media, convive un enorme barrio de favelas de una clase menos media. Se transforman la luz del sol, el ruido urbano y la presencia de la gente. Y mi yo más responsable y desconfiada discute con mi yo más socialmente consciente y abierta; la primera le dice a la segunda que es arriesgado seguir bajando mientras la segunda le culpa de estar criminalizando a las clases más oprimidas. La primera decide seguir un poco más pero le pide a la segunda que no saque la cámara de fotos. La segunda, la aventurera, saca la cámara y tira cuatro fotos, con lo que la primera empieza a sufrir por su salud. Pasa a mi lado más de un sujeto que me mira extrañado – mi yo desconfiada siente como sus miradas se dirigen apenas y directamente a mi cámara – y des de su pequeña ventana un chico me observa trasmitiendo de todo menos indiferencia. Mi yo temeraria acaba cediendo, me giro e invierto el camino ya hecho. Al pisar el último escalón cambio de dimensión, de vuelta a otra realidad. Aunque la realidad que acabo de pisar me parece más real.

Como algo en medio de Praça da Sé, cumpliendo con lo que de mí se espera como turista occidental. Un niño de unos ocho años pide algunos reales para comer. Y de mí se espera que ese niño sea invisible y que no me suponga un gran esfuerzo de conciencia ignorarlo o despedirlo con alguna frase hipócrita. Me levanto y le acompaño al negocio de al lado donde algún salgado me costará pocos reales – quizás no tenga el nivel económico que se espera de un turista occidental -. El niño me dice que le dé el dinero en mano, que él lo conseguirá más barato, pero yo no acepto, sabiendo de qué va el asunto. Su cuerpo huesudo y su cara, sucios, su gesticulación nerviosa y impaciente, el lagrimal de sus ojos irritado y húmedo. Él insiste e insiste en que le dé el dinero hasta que llega a invadirme un sentimiento de culpabilidad por no dárselo. Se lo doy, y se va corriendo. Su comida será una piedra de una sustancia que anula y aleja su capacidad de darse cuenta de su situación y de su hambruna. Y a mí se me pasa toda hambre.

Paseo por el centro histórico, el Pelourinho. Adoquines y colores. Y, a pesar de la comercialización turística de la zona, muchos atelieres realmente artesanales. E iglesias neoclásicas, góticas, renacentistas, como pegotes, que nada tuvieron que ver con la ciudad ni con su gente. Cualquiera que me conozca lo confirmará – muchos hasta con desdén -, no puedo pasar por delante de una iglesia, ermita o catedral sin intentar entrar y averiguar de qué siglo, estilo y origen es. Sin embargo, estos templos católicos de Salvador no me llaman la atención, ya sé lo que tengo que saber de ellos. Son de los siglos colonizadores, de estilo imperialista y de origen esclavizador. Los únicos templos que resulta imprescindible que aquí visite son los terreiros de candomblé, que aunque sus raíces tampoco sean de este continente, merecen todo mi interés y respeto.

Creo que lo que más me gusta en este mundo, después de disfrutar de algunos placeres inexpresables, es perderme por calles que desprendan historia y leyenda, callejear sola aunque sintiendo el contacto de la gente, guiarme apenas por la vista o el presentimiento; girar a la izquierda porque hay un casita de color verde muy autentica o seguir subiendo porque creo que cuando llegue al final de esta interminable cuesta encontraré una placita con una fuente, y al girarme tendré una foto perfecta. Y resulta que eso estoy haciendo cuando me doy cuenta de que me he alejado del Pelourinho, me he salido del mapa que me han dado en la oficina de información turística. Las calles empiezan a estar más deshabitadas y dejadas. Aun así sigo apreciando las características tradicionales y primorosas en los edificios, y me apetece conocer un barrio sencillo al margen de la mayor atracción turística bahiana. Así que deambulo un poco más hasta que un hombre muy amablemente me informa de que, si no lo hace él, alguien me va a robar la cámara o lo que lleve “ahí”, refiriéndose a mi riñonera, que al parecer le resulta graciosa. Está bien, me recojo toda un poco y sigo andando un poco más rápido, ya sin prestar tanta atención a mi entorno, en dirección a una calle más céntrica. Una pena que, no la inseguridad sino la injusticia social, no me permita de hacer en las grandes ciudades de Brasil, una de las cosas que más me gusta en este mundo.

Berta Camprubí

Noviembre 2013, Goiânia

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fotografia de Jordi Camprubí, Rio de Janeiro, abril 2014

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